Tranquilita en casa

La AEFCFT convocó, como cada año, un concurso de relatos para su antología Visiones. En este 2017 el tema era la paradoja de Fermi. O, como explican, «la aparente contradicción que hay entre las estimaciones que afirman que hay una alta probabilidad de que existan otras civilizaciones inteligentes en el universo observable, y la ausencia de evidencia de dichas civilizaciones».

Investigando un poco el tema, me fascinó un artículo de Tim Urban, traducido aquí por Eva Millán. La escala de Kardashov con sus civilizaciones tipo I, II o III, el Gran Filtro, los dos grandes grupos de explicaciones… Todo maravilloso.

Y como no pude decidirme por ninguna de las posibilidades que me daba el artículo, decidí escribir un relato que abarcara el máximo número posible de escenarios. Lo hice muy rápido, sin reescribir mucho. Así me fue.

Para que el relato no se quede perdido en una de las carpetas de mi nube, y teniendo en cuenta que me parece demasiado específico como para ser leído sin explicación previa (cosa que es un fracaso total para el relato, claro), aquí lo tenéis.

Se titula «Tranquilita en casa».

Con el aire acondicionado acariciando su cara, a Alice le costaba no quedarse dormida. El ruido del raíl magnético tampoco ayudaba a mantenerla despierta.

–No te duermas.

La voz venía de su lado. A los mandos del deslizador se encontraba Hito, que la miraba mientras el vehículo avanzaba por el pasillo de la cubierta 4B-1. Había insistido en tomar el control manual del pequeño aparato.

–¿Por qué no? ¿Qué más te da a ti? Dedícate a conducir. O lo que sea eso que haces.

–Tienes razón –contestó Hito pasados unos segundos–. Quizá sea mejor que duermas. Igual así puedes ver dónde tenemos que ir.

–No funciona de ese modo –contestó Alice mientras se incorporaba.

Aquella conversación la había despejado. Se sentó correctamente en el asiento del acompañante y miró la tableta. El holograma que proyectaba indicaba que aún les quedaba media hora hasta llegar al hangar de la sección 45. Alice gruñó y lanzó la tableta al hueco que quedaba entre ellos dos.

–¿Cómo te encuentras? –preguntó Hito, quien parecía incapaz de estar dos minutos callado.

–Mejor –mintió–. Parece que las pastillas funcionan.

El deslizador siguió avanzando por los kilométricos pasillos de la Magallanes. A un lado y a otro, decenas de otras galerías se dividían en todas direcciones. Se preguntó, no por primera vez, quién habría sido el loco megalómano que había diseñado aquella nave.

Los pinchazos en la espalda volvieron con fuerza. Apretó los dientes, intentando no mostrar ningún signo de dolor. Aunque Hito seguía hablando, era muy receptivo con esas cosas, así que tenía que ir con cuidado si no quería tener que explicarle que la enfermedad no se había detenido. Cerró los ojos para intentar controlar el dolor. Hito siguió a lo suyo.

–Esta vez sí –estaba diciendo–. Es imposible que no encontremos a nadie como tú en la siguiente parte de la nave.

El vehículo, un dos-plazas sobre un raíl eléctrico, siguió dando bandazos a izquierda y derecha. El aire acondicionado estaba al máximo, y aun así sentía que se ahogaba. El dolor en todas las articulaciones volvía con fuerza

–De verdad que es imposible –repitió Hito–. Tiene que haber alguien como tú.

Alice suspiró. El dolor había remitido un poco. Parecía que el tango volvía a empezar. Después de un mes recorriendo aquella nave, los temas de conversación estaban más que trillados.

–Hito, ya sabes que la Magallanes es enorme. Mucho más grande que lo que podamos imaginar. Lo normal es no encontrar a nadie como yo.

Hito giró noventa grados al llegar a una esquina. Según el mapa de la tableta, aquello era un atajo hasta la sección este.

–Sé lo grande que es –contestó, más animado al ver que le seguían la corriente–. Mi bisabuelo participó en la construcción, en la Tierra. Es algo que mi familia lleva con orgullo.

–No me digas. No me lo habías contado.

–Búrlate si quieres, pero miles de personas dedicaron su vida a este sueño. Si conseguíamos encontrar a alguien en el universo… Quizá la raza humana tenga una nueva oportunidad.

–Sí, y aquí estamos. Tres generaciones después, y aún no hemos encontrado a nadie.

–Bueno, alguien lo hará. De todas formas, nosotros ahora no estamos buscando eso. Buscamos a alguien que pueda ayudarte. Ya queda poco.

Hito aceleró. El deslizador llegó a una zona más iluminada. Se estaban acercando a una zona habitada de la nave.

Fue entonces cuando Alice tuvo otro de sus ataques.

El viento sopla en dirección contraria. Qué buena suerte. Sombra Alta coge con fuerza su lanza, que ya ha cazado más animales de los que pueda recordar. Se esconde detrás del árbol, su lugar favorito para cazar. Sabe que tarde o temprano el ciervo pasará por allí. No le olerá. Está seguro de que no. Así que por fin podrán cenar algo de carne. Sabe que Pies Pequeños está aguantando la hoguera. No deben perder el fuego, aunque lleven días en los que sólo coman la fruta que cae de los árboles y el tuétano de los cuerpos muertos que otros animales se han comido.

Ellos no tienen garras, ni colmillos, así que deben ser más inteligentes. Sombra Alta sigue apoyado en el árbol. La herida en la pierna le duele. Empieza a oler mal. Sabe que no le queda mucho tiempo de vida, pero tampoco le preocupa. Ya ha visto más de veinte inviernos, así que de todas maneras no queda mucho para él.

Ahí está el ciervo. Sigue comiendo, aunque de vez en cuando levanta la cabeza, atento a cualquier depredador. Sombra Alta coge su lanza con más fuerza aún. Se olvida del dolor de la rodilla. Ya tendrá tiempo de frotársela cuando estén con el estómago lleno alrededor de la hoguera. Respira profundamente. Allá va. Uno, dos…

El ciervo sale corriendo. Un ruido ensordecedor llega de todas partes. Sombra Alta grita, aterrado. Una sombra lo cubre todo. Con el ruido de la pierna latiendo, corre y sale del pequeño bosque. En el cielo, una especie de montaña gris, con luces como soles, proyecta la sombra. Durante un segundo, Sombra Alta se pregunta si es un nuevo cazador, solo que en esa ocasión él es el cazado. Incapaz de moverse, ve cómo la cosa se posa en el suelo. El ruido remite. Una luz aún más brillante lo ilumina todo cuando lo que parece la entrada de su cueva aparece en el objeto gigante.

Sale un animal extraño. Tiene brazos y piernas, como él, pero no es como él. Tiene el cuerpo blanco, y una cabeza gris, con los ojos muy grandes y estirados. Detrás de él baja otro animal exactamente igual. Sombra Alta sabe que debe huir, pero sus piernas no le responden.

–Saludos, terrano –dice el primer hombre blanco que ha bajado de la cosa, aunque Sombra Alta no entiende nada.

Simplemente les mira, con la lanza en la mano. Esperando. Preguntándose qué hacer.

–¿Nos entiende?

Sombra Alta se fija en sus bocas, que es de donde salen aquellos sonidos tan bien articulados.

–Creo que hemos llegado demasiado pronto –dice el segundo animal. Sombra Alta le apunta con la lanza–. Fíjate. Aún le faltan miles de años para siquiera empezar a hablar.

Los dos hombres extraños se acercan un poco más. Sombra Alta les amenaza con la lanza, pero parece no afectarles. Los hombres le miran unos segundos y, finalmente, se dan la vuelta. Vuelven a entrar en la cosa gigante y se van volando, de nuevo al cielo. ¿Acaba de ver una estrella bajar del cielo? Sombra Alta no tiene tiempo para pensar. Debe cazar.

De vuelta al árbol a esperar a que llegue otro ciervo, Sombra Alta empieza a mover su boca, intentando realizar aquellos sonidos que ha visto hacer a los animales blancos…

La luz blanca de una enfermería despertó a Alice.

Se incorporó en la camilla. Con los ojos entornados, pudo diferenciar a alguien hablando con Hito, al otro lado de una mampara translúcida. Se estiró y le crujieron todas las articulaciones. Siempre que tenía una de sus visiones despertaba como si hubiera dormido días enteros. Tenía la boca pastosa y los ojos llenos de legañas.

Se levantó y se acercó a la mampara. El hombre que hablaba con Hito, un médico a juzgar por la bata, se levantó también y la ayudó a sentarse.

–¿Cómo se encuentra, señora Lafarge? Soy el doctor Williams. ¿Quiere un poco de agua?

–Sí, por favor.

El médico le acercó un vaso de plástico.

–Su compañero me estaba contando lo de sus… habilidades, por así decirlo. Dice que tiene usted visiones.

Miró a Hito enfadada. Éste no se escondió, y se la devolvió. ¿Qué querías que hiciese?, parecía decir.

–No son visiones exactamente. No sé cómo explicarlo. Vuelvo a vivir cosas que ya han pasado. Me ha sucedido siempre. Empezó con situaciones que yo misma había vivido. Las revivía, exactamente igual que habían sucedido. Con el tiempo empecé a revivir momentos en la vida de otras personas. Primero familia, luego amigos, ahora ya desconocidos. Y cada vez revivo cosas más y más lejanas. Ahora acabo de estar en…

Hito y el médico se la quedaron mirando, expectantes.

–No sé, supongo que era la Tierra. Y yo era un homo habilis. O quizá erectus. Nunca se me ha dado bien la antropología. Pero si lo que he vivido pasó de verdad…

–¿Qué has visto?

Alice se quedó pensando un momento. Se acabó el vaso de agua y pidió otro con la mano.

–Nada. ¿Le ha contado Hito también lo que hacemos?

–Sí –contestó el médico, al parecer molesto porque Alice no había acabado su historia–. Dice que cada vez está usted más enferma. El médico de su sección dijo que su cuerpo “se estaba apagando”, según leo en el informe. Y buscan a alguien como usted en la nave para ver si le sucede lo mismo y tiene solución.

–Sí, bueno. Eso es más o menos un buen resumen. ¿Conoce a alguien en esta sección que le pase lo mismo?

El médico negó con la cabeza.

–No conozco a nadie así, pero esta es una sección pequeña de la Magallanes. Si de verdad quiere encontrar a alguien o a algo, debe ir al sector 53-ABA. Maybin les ayudará. Es la jefa de sección. Es un poco extraña, pero buena gente. La llamaré para avisarle de que va. Si usted quiere.

Alice asintió con la cabeza. El dolor empezaba a formarse de nuevo en el cuello y en los ojos. El doctor Williams echó un vistazo a su tableta, donde el informe del médico de la sección 4B –un informe que Alice había estudiado un millón de veces– contaba toda su historia.

–¿Le importa que le haga yo un chequeo?

–No se ofenda, doctor, pero ya he tenido bastantes visitas al médico en mi vida. Mi única esperanza es que ahí fuera haya alguien como yo. Necesito saberlo.

–De acuerdo. No hay problema.

Alice se bebió otro vaso de agua y tiró el plástico al reciclador. Se acercó a la camilla en la que había despertado y cogió su chaqueta, que descansaba en una silla de metal.

–Quizás deberías dejar que lo hiciera.

Sabía que Hito le diría eso desde el mismo momento en que el doctor le preguntó. También sabía qué le iba a contestar.

–Hito, sabes que no tengo tiempo para más pruebas. Me va a decir lo mismo que todos. Soy excepcional. No hay nadie como yo en toda la nave. Y nunca más lo habrá. Soy el resultado de una serie de variables que, milagrosamente, se han unido para crearme. Y también sabes lo que yo pienso. No soy excepcional. ¿Rara? No lo dudes. Pero no me creo que en una nave tan enorme no haya alguien más como yo. No puedo concebir eso. Voy a seguir buscando por toda la Magallanes. Y no tengo tiempo que perder. ¿Vienes conmigo?

Por primera vez en mucho tiempo, Hito no dijo nada. Sólo sonrió y fue a coger su chaqueta del despacho del doctor Williams. Cuando salió, Alice ya había conectado el vehículo al raíl magnético de la Magallanes. Según la tableta, el sector 53-ABA se encontraba a 22 minutos, si exprimían el deslizador al máximo.

–¿Quieres conducir tú? –preguntó Hito.

–Eso no es conducir.

Los dolores habían vuelto, y esa vez con más fuerza que antes. Sentía el estómago encogido, y todos los músculos de la espalda se estiraban y relajaban sin control.

–¿Estás bien? ¿Quieres que esperemos un poco?

–Estoy bien. Aunque no creo que me quede mucho tiempo. ¿Crees que podrás llegar en menos de veinte… –no llegó a acabar la frase.

El niño tiene doce años, y ha pasado toda su vida sin escuchar un solo sonido. Sus padres le han enseñado el lenguaje de signos, y consigue comunicarse con ellos para todo lo que necesita en su día a día. Pero hoy ha sido diferente. Al niño le gusta leer. Es lo único que hace. Libros, diarios, revistas. Cualquier cosa que caiga en sus manos. Y lo que lee hoy es la sección de críticas en el periódico local.

Lo lee cuando su padre se marcha a trabajar y le deja el diario en la mesa. Su madre tampoco está. Su tía llegará en un par de horas para cuidar de él. Es agosto, y el niño no tiene nada que hacer. O eso cree, hasta que lee una crítica de una ópera. Llora mientras lee que el crítico ha llorado viendo la obra. Afirma que es lo más bonito que ha escuchado nunca, y que todo el mundo tiene que oírlo una vez en su vida.

El niño deja de llorar. Él también quiere oírlo. Y lo hará. Si quiere hacerlo, lo hará. Está seguro.

Esa noche el niño sale por la ventana de su habitación. Sus padres están en el comedor, viendo la tele, y él se va pronto a dormir. O eso les dice. Llega hasta la calle y coge su bici, que había dejado preparada escondida entre los arbustos del jardín. Pedalea hasta la otra punta de la ciudad, en la que el auditorio ya está abriendo sus puertas. Compra una entrada con el dinero que lleva ahorrando todo el verano, y se acomoda en su butaca. Es extraño, un niño entre tanta gente adulta bien vestida, pero no le importa. Solo quiere escuchar esa ópera. Saber qué se siente. Se apagan las luces. El niño cierra los ojos. Se concentra, intentando hacer que sus oídos vuelvan a funcionar. Utiliza todos los trucos que se le ocurren, pero al final de la velada no ha sucedido nada. Por muchas ganas que tenga de escuchar la ópera, está sordo. No tiene las capacidades físicas necesarias para escuchar lo que la gente de más allá está diciendo, aunque no paran de hablar.

Con lágrimas en los ojos, el niño sale del auditorio y vuelve a casa, pedaleando.

Se da cuenta de que siempre estará solo.

 

Alice notó los golpes en la cara antes siquiera de tener consciencia de que estaba despierta. Seguían en el deslizador, aunque estaba aparcado en uno de los lugares que las paredes de las galerías tenían reservadas para ellos. La luz estaba encendida y el aire acondicionado convertía aquel lugar en un sitio fresco. Habían llegado a su siguiente destino.

–Cada vez son más frecuentes –dijo Hito mientras le acercaba una de las botellas de agua que llevaba en la mochila–. ¿Qué ha pasado esta vez?

–No sé. Un niño. No consigue entender lo que hay fuera. Una historia triste.

–¿Otra vez en la Tierra?

–Sí.

–Bueno, piensa que ese niño llevará siglos muerto.

Hito sonrió, como si aquello le hiciera gracia, y la ayudó a levantarse. El lector de retinas les dio la bienvenida al sector 53-ABA. Al atravesar una de las puertas llegaron a lo que parecía una especie de mercado.

La vida en la Magallanes estaba más que estructurada. Todos tenían sus objetivos, y cada uno sabía muy bien desde que nacía qué se esperaba que hiciera con su vida. Pero, a través de toda esa serie de jerarquías impuestas décadas atrás se había abierto paso algo más, una vida que nadie podía detener, una sensación de hogar que Alice estaba segura que era muy bienvenida por aquellos que gobernaban la nave.

Aquel mercado era la prueba más tangible de que la historia se repite a sí misma. Ninguna de aquellas personas había estado jamás en un planeta, y no sabían que allí también era costumbre crear puestos para el trueque los días que eran festivos. Alice lo sabía porque lo había revivido más de una vez. Había sido comerciante y también compradora. Aquella gente nunca lo había visto, pero su ADN se había acabado imponiendo.

Hito y Alice se mezclaron con la gente que paseaba por los puestos. En ellos se ofrecía cestas hechas con plástico reciclado, pintados de maneras exóticas. Olores de comidas que nunca había comido en su parte de la nave llenaban el ambiente. Se imaginaba a aquellas personas mezclando los ingredientes que la Magallanes les proporcionaba a todos para conseguir aquellos extraños mejunjes. Le ponía triste. Le gustaba vivir allí. Y no podía evitar pensar que cada vez le quedaba menos tiempo. Cogió a Hito del hombro.

–No tan deprisa –le dijo cuando su compañero se giró–. Quiero ver todo esto más de cerca.

Era una mentira más de todas las que le había dicho a Hito, pero ésta le hizo sentirse especialmente desgraciada. Si no quería ir más rápido era porque el dolor en las piernas no se lo permitía.

Después de serpentear por los puestos y esquivar los codos y rodillas de todos los que allí se congregaban, llegaron al camarote del jefe de sección. Era igual que los demás, pero una cinta azul rodeaba la placa con su nombre en la puerta. Maybin Jalen. Rogó a los dioses para que el doctor Williams tuviera razón.

El lector de retinas de la puerta se activó. Tras hacer la lectura, la placa de metal se hizo a un lado con un ruido sordo. Apoyada en el hombro de Hito, entró cojeando.

La estancia era una sala estándar de la Magallanes, a pesar de que los jefes de sección tenían la potestad de escoger algunas de los camarotes especiales que estaban en los niveles superiores. Artilugios de todo tipo llenaban la habitación, en la que no se veía ningún mueble metálico de los que tanto abundaban en la nave. Un montón de muñecas de plástico sin brazos se amontonaban encima de la cama, con tanto polvo que era evidente que no se habían movido de allí en mucho tiempo. Las puertas de los armarios estaban abiertas, y de ellos rebosaban montones de placas de las que se ponían en cada camarote para indicar quién vivía allí. De dónde sacaba todas aquellas cosas, era algo que Alice tenía intención de preguntar.

Al fondo de la estancia, sentada encima de una caja de plástico, estaba Maybin Jalen. En las manos tenía un pequeño soldador, con el que daba puntos a algo que estaba encima de una tabla, en sus rodillas. Jalen tenía el pelo tan largo que, sentada en aquella caja, le rozaba el suelo. Iba con una camiseta de tirantes, tan grande que le servía de vestido. Levantó una mano cuando se acercaron a ella, indicándoles que esperaran. Seguía trabajando con el soldador.

–No perdamos tiempo. Sois Alice Lafarge e Hito McKinley. Os ha enviado Jeff. Yo soy Maybin Jalen. Y no sois lo que esperabais para una jefa de sección. Hasta aquí todo lo obvio. Un segundo y pasaremos a lo interesante.

Maybin dejó el soldador en el suelo y cogió con unas pinzas el minúsculo chip con el que estaba trabajando. Se lo acercó a los ojos. Sonrió.

–¿Cómo puedes… –empezó Hito, pero Maybin le cortó en seco.

–Los ojos. Son prostéticos. Yo misma me los hice y me los instalé. Se me dan bien esas cosas. Esto en lo que estoy trabajando va a ser flipante. Pero no estamos aquí para hablar de eso. Habéis venido porque buscáis algo. Jeff me ha contado algunos detalles, pero quiero verlo con mis propios ojos.

Se levantó de la caja de plástico y dejó el chip al lado del soldador. Una vez de pie, Alice pudo ver que estaba extremadamente flaca. Los brazos y piernas eran solo huesos y carne. El pelo, negro y alborotado, le llegaba a la cintura. Lo único que llevaba puesto, aquella camiseta de tirantes, tenía manchurrones de grasa por delante y por detrás.

–Venga, ¿a qué esperas? Enséñame tu habilidad.

–No funciona así –contestó Alice reprimiendo un grito de dolor. En ese momento los brazos se estaban agarrotando–. No puedo escoger cuando tener una de mis visiones.

–¿Pero se están acelerando, verdad? Cada vez tienes más, más largas y más poderosas. ¿No es así?

–¿Cómo lo sabe?

Maybin se había acercado y la miraba de cerca. Con sus manos flacuchas le separaba los párpados. Podía notar los ojos prostéticos haciendo zoom, y se imaginaba la visión que tendría de ella aquella mujer.

–Sé algo más. Si no me equivoco…

Se alejó de ellos rápidamente y se acercó a la cama. De un manotazo apartó todas las muñecas que tenía allí tiradas. Quitó la sábana y dejó el colchón desnudo.

–Ven, siéntate. Rápido.

Solo un segundo después de sentarse, notó que volvía a caer en la oscuridad.

El agua brilla al otro lado de la arboleda, fresca, seductora. Pero sabe que no debe ir hacia allí. No le gusta el aspecto de aquellos que están cerca del lago. Parecen reír, pero sabe que no debe fiarse de las apariencias. Ya tiene una pezuña medio rota por fiarse de un cuatro-patas que no había visto nunca. No cometerá el mismo error.

Oye a su hermano antes de verlo. Planta las orejas, pero no porque se haya puesto contenta por su llegada. No, lo que teme es que la curiosidad de su hermano le traiga problemas. No es como ella. Él confía en cualquier extraño que vea, y si se da cuenta de que esos animales están sonriendo, se acercará a ellos sin pensárselo dos veces.

Se acerca a su hermano silenciosamente, sin llamar la atención. Echa un rápido vistazo atrás. Parece que no los han visto. Frota su morro contra el cuello de su hermano. Es su forma de decirle que se vaya de allí, que no hay nada que ver. Pero justo antes de hacerlo se da cuenta de que ya es tarde. Su hermano ha plantado las orejas y ha estirado el cuello hacia los visitantes. Los ha visto. Y empieza a menear el rabo de felicidad.

Su hermano le ignora, dispuesto a correr hacia los extraños. Solo quiere jugar. Ella lo sabe, pero también sabe que los extraños pueden ser peligrosos. Su hermano tendrá que aprenderlo tarde o temprano. Se interpone entre él y los extraños, intentando detenerlo.

“No seas tonta”, le dice con los ojos. “Seguro que son buenos. Y podremos divertirnos un poco”. Ella sabe que no hay forma de hacerle entender que los extraños pueden ser peligrosos, que quizá estaría mejor sin llamar la atención de seres que no sabes lo que pueden estar pensando. Que ahí fuera quizá no todo el mundo sea tan amistoso como nosotros. Pero él es como es. Siempre quiere establecer contacto con todo el mundo. Así que ella toma una decisión, la más lógica que se le ocurre.

Le da un fuerte golpe con la cabeza en las patas y sale corriendo. Hacia los extraños. Si son amistosos, su hermano podrá unirse a ellos y disfrutar. Pero si no lo son, al menos él estará a salvo. Ella corre hacia el agua, donde los extraños parecen haberla visto. Son animales nuevos, con dos-patas, y una especie de tela cubriendo el cuerpo. Tienen terror rojo, pero parecen tenerlo controlado dentro de un círculo de piedras. Sueltan sonidos con la boca, mucho más elaborados que los sonidos que ella es capaz de articular. La miran con sorpresa. Durante un segundo, parecen amistosos, como si quisieran jugar.

Entonces uno de ellos lanza un palo afilado que escondía detrás de su brazo y le alcanza el cuello. Ella cae inmediatamente. No siente dolor, al menos por el momento, pero no puede moverse. Con los ojos a ras de suelo, ve como los nuevos animales se acercan hacia ella, riendo. Ella sabe que se acerca el final. Mueve un poco la cabeza con sus últimas fuerzas y mira hacia el otro lado. Su hermano está escondido detrás de un árbol, con las orejas gachas y las rodillas flexionadas para que no le vean.

Ya sabe que no todo el mundo ahí fuera es amistoso. Al menos ha aprendido la lección.

Un chorro de agua fría la volvió a despertar.

A pesar del susto, sintió el agua bajándole por el cuello. Le sentó bien.

–¿Qué has visto? Cuéntamelo.

La cara de Maybin reflejaba su excitación. Estaba sentada a un lado de la cama, con el vaso de plástico que acababa de vaciarle en la cara aún en la mano. Con la otra se apartaba el pelo de la cara a manotazos.

–Era un animal. Me mataban unos seres humanos. Mi hermano ha aprendido la lección.

–¿Te había pasado antes? ¿Tener la visión de un animal?

–Alguna vez. Pero siempre eran mascotas que había tenido de pequeña, y solo durante segundos. Es la primera vez con un animal real.

–La cosa va mal. Estás jodida.

Hito se acercó, preocupado.

–¿Por qué? ¿Conoces a alguien como ella?

–No. La verdad es que no –dijo Maybin–. Pero eso no cambia el hecho fundamental. Alice no puede ser única. La nave es demasiado grande como para que sólo exista ella. Veo dos opciones. La opción “A”: eres la primera de tu tipo. El conjunto de intangibles necesario se ha hecho presente ahora (bueno, en el momento en que naciste), y tú has sido la primera. Pero pronto habrá más.

–¿Y la opción “B”?

–Es más pesimista. La segunda opción es que todos los que llegan a tu nivel, digamos, evolutivo, a ser como tú, mueren pronto. Por eso es imposible encontrarlos. Puede que existan muchos, pero la nave es tan grande que no se pueden encontrar antes de que vuestro propio cuerpo os destruya. Notas que te mueres, ¿verdad?

–Sí –reconoció Alice–. Esperaba encontrar a alguien como yo y que me pudiera ayudar.

Maybin se levantó de la cama. Se acercó a una de las estanterías y cogió una de las tabletas que allí descansaba.

–No sé si será alguien como tú, pero es lo único que tengo.

La tableta proyectó un holograma con un plano de aquella sección de la nave.

–Siento que tengas que viajar de un sitio a otro. Este es el sector X-000.

Hito y Alice se miraron, confundidos.

–No puede ser –dijo él–. Sólo es una leyenda urbana. Un lugar oscuro para asustar a los niños.

–Un lugar oscuro sí que es –contestó Maybin–. Pero míralo tú mismo. Entre los motores de esta sección se ha creado una comunidad oculta. No es recomendable viajar allí. Es a donde envían toda la morralla que los mandamases no pueden clasificar. Si hay alguien como tú, debe estar allí.

Alice miró el holograma. El sector X-000 estaba marcado en amarillo para diferenciarlo del resto del mapa, que era azul. Decenas de puntitos rojos se movían por el mapa.

–Tengo un escáner colocado allí –explicó Maybin–. Nadie lo sabe. Cada puntito rojo es una persona.

Se fijó en aquellas luces tridimensionales. Sólo eran luces titilantes rojas, pero podían significar su salvación. Un latigazo de dolor le recorrió la columna.

–Os recomiendo que salgáis ya –dijo la jefa de la sección 53-ABA–. No sé el tiempo que os queda. Y no podéis coger un deslizador. Allí no hay raíles magnéticos.

Hito y Alice se levantaron. Antes de salir, Maybin les volvió a llamar.

–Tened mucho cuidado. No sé sabe qué puede haber ahí fuera.

 

Alice pensaba en la pinta que tenían que tener, y se echó a reír. Dos personas en triciclo por las oscuras galerías de la Magallanes, un lugar oscuro y caluroso que sólo era visitado por los robots cuando había que hacer alguna reparación. Ninguno de los dos sabía montar en bicicleta, así que aquellos juguetes infantiles eran el único medio de transporte de que disponían.

Hito la miró y también rio. La sonrisa se le congeló cuando Alice cayó al suelo con los ojos en blanco.

La comida pesa. Pero nada que no haya levantado antes. Podría cortarla un poco con la boca, pero no hay necesidad. La levantaré. No es lo más grande que he levantado nunca. Y la colonia tiene hambre. Coge la hoja con la boca y pone sus seis patas en funcionamiento. Aún le da tiempo a volver a casa y salir un par de veces más antes de que anochezca.

Levanta la hoja por encima de su cabeza. Adelanta a unos cuantos compañeros, a pesar de que su hoja es mucho más grande que la de ellos. No es que le guste presumir, pero no puede evitarlo. Rodea una gran roca que hay en su camino, y nada más pasarla vuelve a su camino original. Siempre hacia casa.

Sigue su camino. Ve los miles de compañeros que hay con él, todos trabajando, todos haciendo lo que le indican sus instintos. Trabajar, trabajar, trabajar. Parecen autómatas. En realidad, sabe que lo son.

Una ráfaga de aire llega de repente. Sale volando con la hoja. Aunque quisiera (que no quiere), no podría soltarla. Tiene los dientes enganchados. Cuando la ráfaga termina, él empieza a planear, siempre con la hoja cogida en la boca. Aterriza en el suelo. No sabe dónde está. El suelo es duro, mucho más duro que la tierra a la que está acostumbrado. Y es negro. No importa. Empieza a caminar. En busca de su casa.

El suelo negro pasa a ser blanco, e inmediatamente de vuelta al negro. Ráfagas de viento le sacuden por todas partes. Algo extraño, gigantesco (tan gigantesco que ocupa todo su campo de visión) se aproxima hacia él desde el cielo. También es negro. Baja cada vez más y más. Consigue ver un hueco donde esconderse, y cuando la cosa extraña y gigantesca se va, aún está con vida. Pero la hoja ha desaparecido. Mira a un lado y a otro. No la encuentra. Y se aproxima otra de aquellas cosas negras…

–¡Despierta!

El grito la sacó de la visión, aunque no conseguía ver más allá de Hito, que la miraba preocupada.

–Era una hormiga, Hito –dijo Alice, aún aturdida–. Pobrecita. Estaba en una autopista, y creo que un coche iba a pisarla. No entendía, no podía entender. Una raza infinitamente más avanzada estaba allí, compartiendo el planeta, y ella no podía entenderlo.

–Alice, silencio.

El terror abrazó a Alice, erizándole los pelos de la nuca. Había algo en la voz de Hito que no encajaba. Nunca le había escuchado así.

–¿Qué pasa? ¿Dónde estamos?

–Está claro que Dios tiene una misión importante para mí.

Esa voz no era la de Hito. Era la misma voz grave que la había despertado de un grito.

Sacudió la cabeza. Su vista empezó a enfocarse. Estaban en un lugar con poca luz. Había hombres en las sombras, y se dio cuenta de que sujetaban por los brazos a Hito. Su amigo tenía la ropa manchada de sangre. Intentó moverse y descubrió que no podía. Estaba atada a una camilla.

–Si no tuviera una misión para mí, ¿por qué iba a molestarse en traerte hasta aquí? Te llamas Alice, ¿verdad? Verás, tu amigo ha sido muy valiente. –El que le hablaba salió de las sombras. Era un hombre alto y fuerte. Una espesa barba negra le cubría la cara. La miraba con ojos pequeños, azules–. Ha sido capaz de traerte aquí él solo. No es que peses mucho, pero no es fácil transportar un cuerpo inerte. Y se ha preocupado mucho por ti. Les ha contado a todos tu historia. Y ha llegado hasta mis oídos. ¿Querías encontrar a alguien como tú? Voilà.

Hito se puso a llorar y a decir que lo sentía. Alice aún estaba medio grogui, y no llegaba a entender lo que estaba pasando. Lo único que sentía era el miedo, atenazándole los músculos doloridos.

–Sí, sí. Sé que lo sientes –continuó el hombre de la barba, que en ese momento se ponía unos guantes de látex–. Pero ya ves que las cosas son como son. Alice, te duele todo el cuerpo, ¿verdad? Pues sólo va a ir a peor. Así que lo que te voy a hacer es, en realidad, un favor. El dolor de cabeza llega a ser infernal. Los vómitos, los pinchazos en el estómago… Por Dios, si solo con que te dé un poco el aire la piel se pone a arder. Lo sé porque hace tiempo que me pasa.

El barbudo hizo un gesto con la cabeza a otro de los hombres, que salió de las sombras. El nuevo se puso detrás de Hito y le cogió del pelo. Con la mano libre le rajó la garganta. Un chorro de sangre salió disparado hacia adelante. Alice chilló.

–No te preocupes por él. Hito, ¿no? Su cuerpo será bien utilizado. Los órganos reales tienen mucha más salida que los impresos.

Siguió chillando. Otro de los hombres le metió un trapo en la boca y se lo ató por detrás de la nuca.

–Así está mejor. ¿Qué te estaba diciendo? ¡Ah, sí! Resulta que me pasa lo mismo. Bueno, o me pasaba. Tengo a decenas de hombres recorriendo la Magallanes. ¿Por qué crees que no has encontrado a nadie a pesar de buscar tanto? Empecé mucho antes que tú, y tengo más medios. Todos los que encuentro como nosotros los traigo aquí y me los como. No literalmente, claro. Pero sé que eso da miedo, y el miedo hace que la sangre sepa mejor. Por eso todo el numerito de tu amigo. Ay, Alice. Si llegaras a probar la sangre de gente como nosotros. ¡Calma los dolores durante meses! ¡Y hace desaparecer las visiones!

El hombre cogió la camilla y la levantó con facilidad. Se quedó muda del susto, pero cuando vio que enganchaba la camilla en un gancho del techo y quedaba boca abajo, volvió a chillar e intentar escupir el trapo de la boca.

Se puso delante de ella y colocó a su lado una mesa con utensilios de quirófano.

–Ahora te arrepientes de haber salido en busca de más como tú, ¿verdad? Con lo tranquilita que estabas en casa.

Lo veía todo del revés, pero aun así entendió perfectamente la sonrisa que asomaba por aquella barba.

–Tranquila, será rápido.

Lo último que sintió fue el frío toque del metal en su cuello.

 

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Escritor (y lector) de ciencia-ficción, fantasía y terror.
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